La palabra empatía procede del griego empatheia, que se formó a partir de los vocablos en y pathos. Hace un siglo, los filófosos tomaron prestado empatheia para crear la palabra alemana Einfühlung, “sentir dentro”, que más adelante se tradujo a nuestro idioma con el término empatía.
La empatía interpersonal describe la capacidad que tenemos casi todos(as) de incluir a otro ser en nuestra conciencia, de forma que nos permite sentir lo que puede estar experimentando física, emocional y cognitivamente.
Empatía en su aspecto literal es sentir dentro de otra persona o ser, mientras que la compasión es sentir por otra persona, acompañada de la aspiración de llevar a cabo una acción que beneficie a la otra persona.
A menudo la empatía antecede a la compasión y es parte de la compasión, pero no es compasión. Si bien la empatía es buena siempre que la dosis sea correcta, creo que en la compasión no hay posibilidad de sobredosis.
Las y los cuidadores se quejan a menudo de la fatiga por compasión, pero según mi experiencia eso no existe. En esa expresión se confunde la compasión con la empatía. De hecho, algunos neurocientíficos y psicólogos sociales dicen que la fatiga por compasión es un exceso de estimulación empática y angustia.
La compasión no nos cansa, al contrario es una fuente de fortaleza y ayuda a nuestro crecimiento y además beneficia a otras personas. Y aún así la empatía es una característica esencial de nuestra humanidad básica. Sin empatía nuestras vidas se vuelven pequeñas y excluyentes hasta el punto del narcisismo y el solipsismo (forma radical de subjetivismo según la cual solo existe aquello de lo que es consciente el propio yo).
Cuando dejamos a un lado el yo, la empatía amplía nuestro mundo y nos enriquece a través del poder de nuestra imaginación.
En esencia la empatía es nuestra capacidad de fundirnos, de incluir, de comprender y de identificarnos con la experiencia de otra persona. Walt Whitman describió la empatía de una forma muy bella cuando escribió: “Yo no le pregunto a la persona herida cómo se siente, yo mismo me convierto en la persona herida.”
Cuando somos empáticos no solo podemos compartir internamente las experiencias emocionales de otro, también podemos resonar con sus experiencias físicas y cognitivas. De este modo, a mi modo de ver, la empatía puede adoptar tres formas. Puede ser somática, emocional o cognitiva.
Los psicólogos sociales se han centrado en la empatía emocional y en la cognitiva. Sin embargo, en mi experiencia como practicante de meditación y cuidadora he visto que también podemos experimentar empatía somática y cada vez hay más investigación sobre este campo.
La empatía somática describe la experiencia de una fuerte resonancia física con otra persona, como por ejemplo una madre que siente el hambre de su bebé, una enfermera que siente el dolor de su paciente o un espectador que se dobla al ver que alguien recibe un puñetazo en el estómago.
Creo que la empatía somática también está presente entre amigas y amigos íntimos. Recuerdo una vez en que iba caminando por las montañas con mi asistente Noah. La rama de un árbol me golpeó en la cara y ambas exclamamos, ¡ay!, como si la rama nos hubiera golpeado a las dos.
Aunque la ciencia no ha explorado este fenómeno en profundidad, existe evidencia de que la experiencia compartida entre dos personas que tienen una relación cercana ocurre rápidamente y de forma automática.
La primera vez que supe de la empatía somática fue hace años con Buddhi, el pastor de Yaks que ha caminado conmigo por los Himalayas durante años. Buddhi y yo no compartimos una lengua común. Él procede de un pueblecito en la región nepalí de Umbla. No tiene educación formal, sino el conocimiento obtenido de las montañas que son su hogar. Durante años ha pastoreado a los Yaks por los altos riscos que se alzan por encima de su aldea.
Mi amigo Tenzin Norbu le pidió a Buddhi que fuera mi cuidador durante mis andaduras por las estrechas pistas que discurren a gran altitud en Nepal. La tarea que tiene encomendada es mantenerme a salvo y evitar que me caiga.
Después de caminar cientos de kilómetros juntos por desfiladeros sobre corredores y estrechas pistas de montaña, de alguna forma está tan sintonizada físicamente conmigo que da la impresión de recogerme antes de que me caiga.
Resulta misterioso que este silencioso pastor de Yaks, que se desliza a mi lado, me haya incluido en su conciencia somática de forma tan eficiente.
Creo que la empatía somática o la ausencia de ella se manifiesta en un espectro muy amplio. Hay gente que experimenta poco o nada somáticamente al presenciar las experiencias físicas de otros, mientras que un pequeño porcentaje de personas es hipersensible a las sensaciones somáticas de sus semejantes como si les estuviera sucediendo a ellas.
El Dr. Joel Salinas, un neurólogo del Hospital General de Massachusetts, tiene lo que se denomina “sinestesia tacto-espejo”, que le permite sentir la experiencia somática de otras personas. Según los investigadores Michael Banissy y Jamie Ward, los sinestésicos tacto-espejo tienen más materia gris en las zonas del cerebro asociadas con la cognición social y la empatía, y menos en áreas asociadas con la capacidad de distinguir el yo del otro. Esto tiene todo el sentido desde la perspectiva de lo que los sinestésicos tacto-espejo experimentan subjetivamente. Explican que se sienten fácilmente abrumados por su experiencia vicaria de las sensaciones físicas de las y los demás.
Para evitar verse sobrepasado por las experiencias físicas de sus pacientes, el Dr. Salinas aprendió a estabilizarse llevando su atención a la sensación de su propia respiración. Además, recuerda su papel de médico y que su intención es estar al servicio de las y los demás.
Para poder controlar su nivel de estimulación, presta atención a diferencias sutiles entre sus sensaciones físicas vicarias y la forma en que siente su cuerpo normalmente cuando responde a la estimulación física. Al aplicar la metaconciencia, sabe que las sensaciones físicas vicarias que está experimentando pasarán. En ocasiones divide su atención incluyendo a otra persona u objeto neutro, y se plantea cómo utilizar su experiencia de resonancia somática reflejada para beneficiar a sus pacientes.
Lo que hace el Dr. Salinas para manejar su hipersensibilidad con la experiencia física de sus pacientes no difiere de lo que hice yo al enfrentarme a la sensación de agobio cuando estaba al lado de la niña nepalí quemada cuando le estaban desbridando las heridas.
La sintonía física puede ser un medio de comprender y cuidar a las y los demás. Sin embargo, si nuestra identificación con alguien que sufre dolor físico es excesiva, podemos temer los asaltos de la desgracia del prójimo contra nosotros(as) mismos(as) y vernos inundados con tanta información sensorial que lo gestionemos dispersándonos o cerrándonos por completo o nos protegemos aislándonos herméticamente del agobio del sufrimiento, cerrándonos del todo a las demás personas y convirtiéndonos en un comportamiento estanco.
Al final, se trata de encontrar el camino intermedio entre los extremos de la excesiva sensibilidad por un lado y anestesiarnos y volvernos inconscientes por otra persona. También es importante considerar el profundo beneficio de la práctica de espalda fuerte, frente suave, la metáfora física de unir las cualidades mentales de la ecuanimidad y de la compasión mientras atendemos, absorbemos y después soltamos la experiencia somática de otra persona.
La forma más conocida de empatía es la empatía emocional.
Compartir la experiencia emocional ajena requiere la capacidad de asumir la experiencia de otra persona sin cosificarla.
Se trata de permitirnos a nosotros y nosotras mismas sentirnos habitados por los sentimientos de otras personas, aunque en ocasiones conlleva un alto precio para nuestro propio bienestar.
Cada año tengo la oportunidad de conocer a muchos aldeanos nepalíes que acuden a nuestras clínicas nómadas en el Himalaya.
En el otoño de 2015, cerca de Yalakot (Dolpo, Nepal) me senté junto a una joven llamada Pema. Su marido la había traído cargada a la espalda por una pista empinada, serpenteante y polvorienta hasta llegar a la clínica médica de Upaya en esa remota región de Himalaya. Unas semanas antes, Pema se había caído del tejado de su casa y se había lesionado gravemente. Incapaz de moverse de cuello para abajo, Pema estaba profundamente retraída. La desesperación parecía haber anulado su expresión, convirtiéndola en una máscara vacía.
Durante la evaluación larga y detallada de su situación por nuestro equipo, sentí como se me encogía el pecho cuando le sugerimos que debía ser evacuada a Kathmandú, donde podría recibir asistencia médica adecuada para su lesión. Me pareció sentir su resistencia, su miedo y su desesperación. Mientras nuestro equipo médico discutía sus opciones, ella y su marido hablaban quedamente entre ellos. Luego nos contaron la historia de un vecino del pueblo que había sido evacuado a Kathmandú con una lesión parecida y finalmente murió ahí. También estaba preocupada por el coste, aunque le ofrecimos cubrir todos los gastos.
Casi en susurros, también nos hizo saber que no quería comer ni beber porque le resultaba difícil orinar y defecar. Cuando lo supimos, le dimos medicación para estimular su apetito y una enfermera de nuestro equipo le mostró a su marido cómo colocarle un catéter y aplicarle un enema. La enfermera también le enseñó a tratar las escaras de Pema y compartió con él ideas para disminuir el dolor físico y emocional de su mujer.
Una hora más tarde, nos ofrecimos a llevar de vuelta a Pema a su pueblo, pero ella y su marido pronunciaron un discreto “no”. Entonces sus compañeros del pueblo levantaron a Pema y la izaron a la espalda de su angustiado marido y la pequeña comitiva inició su lento camino de regreso a casa. Me quedé en pie en nuestro campamento contemplando al humilde cortejo desaparecer en la distancia bajo la tenue luz de las últimas horas de la tarde. En cierto modo me fui con ellos.
Podía haberme sentido sobrepasada por lo que experimenté, como la desesperación de Pema. Mi corazón estaba abatido, pero también me sentí muy presente y solo tenía un pensamiento. ¿Cómo podemos servir mejor en estas circunstancias? Al final sentí que mi equipo había hecho todo lo que estaba en su mano al detenerse.
Permanecer arraigados, ser honestos y cariñosos y no reaccionar en exceso ni presionar a Pema buscando aliviar sus propias preocupaciones en respuesta a las circunstancias de la joven. Le prestamos la asistencia médica que pudimos y apoyamos la decisión que ella y su marido adoptaron. Durante todo el tiempo que estuve con Pema, me mantuve estable y distinguí claramente entre lo que yo sentía que estaba ocurriendo en su interior y lo que estaba sucediendo en mi propia experiencia.
Esta distinción entre el yo y la otra persona es lo que nos puede permitir evitar vernos sobrepasados por los sentimientos de la otra persona. También sabía que en realidad no podía saber lo que estaba experimentando Pema, pero podía sentir e imaginar. Evidentemente, ahí no cabía dar nada, por supuesto, y debía respetar lo que nunca podría saber.
Dos años después, en otoño del 2017, nuestro equipo regresó a Yalakot. Cerca del pueblo, el camino del río hacía una curva cerrada hacia un pinar, y para mi sorpresa, ahí estaba Pema, diminuta y apoyada en un bastón. Cuando me saludó, se le humedecieron los ojos.
Su marido la había abandonado, pero ella tenía más apetito y su ánimo había mejorado. Su hermano la llevó a la India para que la operaran y había recuperado algo de funcionalidad. Ambas compartimos la alegría de volver a vernos.
Internalizar el dolor y el sufrimiento de las demás personas o bien nos puede ayudar a comprenderlos o bien nos puede sobrepasar y herir. El tipo de empatía que experimenté con Pema era una mezcla de amor y sufrimiento. Mi respuesta se caracterizó por la preocupación y el cuidado y fui capaz de distinguir la experiencia de Pema de la mía.
La empatía emocional saludable nos dirige hacia un mundo más solidario.
Puede nutrir la conexión social, el cuidado y el descubrimiento.
Sin embargo, la empatía emocional no regulada puede ser fuente de angustia y agotamiento.
También puede desembocar en retraimiento y apatía moral.
Empatía no es compasión. La conexión, la resonancia y la preocupación no conducen necesariamente a la acción.
No obstante, la empatía es un componente de la compasión y para mí un mundo sin empatía sana es un mundo vacío de conexión sentida y nos pone a todos y todas en peligro.
La empatía cognitiva, también conocida como la habilidad de ver algo desde otra perspectiva o de leer la mente del prójimo, se describe con frecuencia como nuestra capacidad de ver con los ojos de otra persona, de ponerse en sus zapatos, de meterse en su piel.
Pero mi sensación es que en realidad expandimos nuestra conciencia y nuestra forma de pensar para incluir la experiencia de la otra persona como si incorporáramos sus opiniones, su mentalidad, su forma de ver el mundo, su realidad.
Aunque tener perspectivas suele ser algo bueno, puede ser un medio negativo si se buscan las vulnerabilidades de las demás personas y se utiliza ese conocimiento para manipular a la gente. Llevada al extremo, la toma de perspectiva puede desembocar en la pérdida de nuestro propio punto de vista, nuestra conciencia, nuestra brújula moral.
Puede que este tipo de experiencia mental interviniera en lo que ocurrió en la Alemania de Hitler, donde la gente empezó a ver la sociedad desde el punto de vista del Führer perdiendo su propio fundamento moral independiente, y es lo que ocurre en sectas e incluso en partidos políticos.
A pesar de estos peligros, ver las cosas desde distintas perspectivas es una habilidad importante para vivir en sociedad porque nos ayuda a ver a las demás personas como individuos y no como estereotipos o intrusos.
Recuerdo una situación vulnerable en la que fui capaz de establecer una conexión con alguien en lugar de convertirlo en “el otro” cuando tomar perspectiva quizás me salvó la vida. Fue en 1969 al volante de un carro Volkswagen por el Sahara. Fue un viaje largo y arduo conduciendo hora tras hora por arenas resbaladizas y que se hundían la mitad del tiempo sin haber siquiera en qué dirección me desplazaba.
En la frontera entre Argelia y Malí me vi rodeada de soldados argelinos furiosos. Daban mucho más que miedo. Me di cuenta de que si buscaban crear problemas, una mujer occidental de larga melena rubia era el objetivo perfecto. Mi adrenalina se disparó cuando uno de los soldados le gritó a su superior que se acercara a ver a esa mujer tan rara del carro Volkswagen. Cuando el hombre se aproximaba a mi vehículo, espontáneamente lo incluí en mi conciencia. De repente cuando empezó a interrogarme, sentí como si estuviera viendo a través de sus ojos. No tuve tiempo de analizar la situación. Elaborar una estrategia no era una opción.
En lugar de sucumbir a las proyecciones negativas en las que él me veía como una víctima y me trataba en consecuencia, sentí que él era parte de mí y me sentí segura. Pareció que habíamos establecido una frágil conexión mientras respondía respetuosamente a sus preguntas, contándole en mi deficiente francés que era una antropóloga y que cruzaba el Sahara para llegar a Mali. En cuestión de minutos, para mi gran alivio, me dejó libre de continuar mi viaje durante toda la noche por ese vasto y arenoso mundo.
Aproximadamente una hora más tarde, el coche se detuvo en seco en esa inmensidad sin caminos. No podía seguir conduciendo si no sacaba el coche de la arena. Por fortuna estaba lejos del desolado puesto militar, sola en la oscuridad.
Tuve tiempo para reflexionar sobre lo que había sucedido y me di cuenta de que probablemente ese momento cercano con el oficial al mando había evitado una situación desafortunada. Pude reconocer que al no convertirlo en “el otro”, ni considerarlo una amenaza o un enemigo, había dado lugar a lo mejor que podía ocurrir. Y esto fue posible por ese momento misterioso en que sus ojos se convirtieron en los míos.
Yo no quería que él me percibiera como una víctima, sino más bien como una aliada y quería seguir mi camino, y ahí estaba.
Recuerdo otra historia impactante sobre la perspectiva, una historia de la guerra de Irak, una que impidió una masacre.
El 3 de abril de 2003, el teniente coronel Chris Hughes, en la actualidad general de brigada, dirigió a 200 soldados de la División Aerotransportada 101 a la ciudad santa de Najaf para liberar a la localidad y proteger al gran Ayatollah Ali al-Sistani, líder espiritual de los musulmanes chiítas iraquíes sometido a arresto domiciliario por orden de Saddam Hussein.
Los soldados norteamericanos iban avanzando por una calle cercana a la mezquita Ali Mosque, la mezquita chiíta más sagrada de todo Irak, con sus cúpulas doradas apuntando hacia el polvoriento cielo. Una multitud de civiles iraquíes se había reunido a mirar.
La multitud parecía amistosa hasta que de repente el ánimo cambió de forma radical. La multitud se lanzó hacia las tropas gritando de rabia. Los puños hondeaban amenazantes, las piedras volaban.
Como Hughes supo más tarde, los agitadores baazistas habían difundido el falso rumor de que los estadounidenses estaban ahí para invadir la mezquita y arrestar al clérigo. Las tropas de Hughes, que llevaban días sin dormir, estaban fuertemente armadas y asustadas por este giro inesperado de los acontecimientos.
Hughes sintió que si alguien disparaba un solo tiro se produciría una masacre.
También comprendió de inmediato que desde el punto de vista de los iraquíes, los norteamericanos parecían estar faltando al respeto a su mezquita más sagrada. La solución obvia para él era mostrarles un gesto de respeto… y de paz.
Así que hizo algo extraordinario.
Apuntó el cañón de su rifle hacia el suelo y lo levantó en el aire, mostrando a la multitud que no tenía intención de disparar, y luego ordenó a sus tropas: “¡Todo el mundo a sonreír! No les apunten con las armas. ¡Rodilla en tierra, descansen!
Sus soldados miraban a Hughes y se miraban unos a otros, preguntándose si habría perdido la razón. Aún así, siguieron sus órdenes. Cargados con sus voluminosos blindajes corporales, todos ellos hincaron una rodilla en tierra con el cañón de sus rifles apuntando hacia el suelo y sonrieron. Algunos iraquíes siguieron gritando, pero otros retrocedieron y se sentaron. Incluso hubo quienes devolvieron la sonrisa en un momento de resonancia empática.
Con un megáfono, Hughes ordenó a sus tropas que se pusieran de pie y retrocedieran. “Vamos a retirarnos de esta situación y a permitir que sean ellos quienes la apacigüen”, dijo. Colocándose una mano sobre el corazón en un gesto tradicional musulmán que significa “La paz esté contigo”, saludó a la multitud diciendo que tengan un buen día y condujo a su regimiento fuera de la zona.
Hughes y sus tropas regresaron a su base en silencio. Cuando se calmaron los ánimos, el gran Ayatollah emitió un decreto pidiendo a la población de Najaf que diera la bienvenida a los soldados de Hughes.
Más adelante, Hughes habló con la cadena CBS News, cuyo cámara había grabado todo el incidente y dijo: “Por escala de importancia, esa mezquita no sólo habría provocado que todos los chiítas del país se hubieran levantado en contra de la coalición, probablemente habría traído a los sirios como mínimo, incluso a los iraníes.”
La capacidad de Hughes de adoptar la perspectiva de los iraquíes en un momento de extrema tensión evitó la pérdida de incontables vidas y le valió el reconocimiento de héroe de guerra, que ganó una gran batalla sin disparar un solo tiro. Hughes se debió sentir en sus entrañas y en el corazón que tenía que evitar el sufrimiento en ambos bandos. Aún así, la acción que llevó a cabo no fue aquella para la que le habían entrenado (imagínate a los jefes militares enseñando “¡Rodilla en tierra!”) Ni tuvo tiempo para diseñar una estrategia de respuesta.
La empatía saludable nos lleva a la conexión y a la acción hábil, como hizo con Hughes.
Expande nuestra visión a medida que nos abrimos a la experiencia de las y los demás, dejando que la empatía y la intuición en lugar del cálculo sean nuestras guías.
También creo que las acciones de Hughes fueron inspiradas en parte por la imaginación, la capacidad de ver las cosas de manera diferente. Obviamente, en este caso, los beneficios fueron incalculables.
Un koan es una historia o una frase zen que pone a prueba la mente del practicante.
El koan siguiente es un diálogo entre los dos maestros zen Daobu y Yunyan.
Es una poderosa enseñanza sobre la empatía y la compasión y dice así:
Yunyan: ¿qué hace el bodhisattva de la gran compasión con tantas manos y tantos ojos?
Daowu: Es como alguien que alarga la mano durante la noche para alcanzar su almohada.
Yunyan: Ya entiendo.
Daowu: ¿Qué entiendes?
Yunyan: Hay manos y ojos por todo el cuerpo.
Daowu: Solo has comprendido el 80%.
Yunyan: ¿Y tú?
Daowu: Todo el cuerpo son manos y ojos.
Esta conversación puede parecer un tanto misteriosa, pero antes debemos recordar que un bodhisattva es un arquetipo budista que ejemplifica la empatía, el altruismo, la compasión y la sabiduría, un ser despierto que ha hecho el voto de regresar vida tras vida para poder liberar a otros del sufrimiento.
Los bodhisattvas podrían dejar atrás para siempre nuestro mundo de dolor y sufrimiento, pero eligen deliberadamente renacer a esta bella y terrible locura de la vida para servir a las demás personas.
El bodhisattva de la compasión, Avalokitesvara, se representa con muchos brazos y muchas manos, y con un ojo en la palma de cada mano.
Las manos representan los medios hábiles y los ojos de la sabiduría.
En el Koan, el joven maestro Yunyan preguntó, ¿qué hace un bodhisattva con tantas manos y ojos? Daowu no da una respuesta convencional. Profundiza en cómo la empatía, la compasión y la sabiduría emergen espontáneamente desde el corazón de este momento preciso.
Responde que es como lo que ocurre cuando nos colocamos la almohada por la noche. No hay un pensamiento para ajustar la almohada, simplemente lo hacemos de forma fácil y natural.
Según el capítulo octavo, verso noventa y nueve de la obra El camino del Bodhisattva de Shantideva, cuando alguien está sufriendo y nos negamos a ayudar, es como si la mano se negara a sacar una espina del pie. Si se nos clavara una espina en el pie, nuestra mano sacaría esa espina en un acto natural. La mano no le pregunta al pie si necesita ayuda, la mano no le dice al pie, ese no es mi dolor, ni tampoco necesita que el pie se lo agradezca. Son parte de un solo cuerpo, de un solo corazón.
Daowu insinúa que para un bodhisattva extender la compasión al prójimo es algo instintivo, es natural y la imagen que utiliza de la noche encaja muy bien, pues la oscuridad de la noche oculta todas las diferencias entre el yo y el otro. Sin duda todos somos un solo cuerpo.
Yunyan pareció entenderlo, pero Daowu le puso a prueba preguntándole qué es lo que realmente había entendido. Yunyan respondió que el cuerpo del bodhisattva de la compasión está cubierto de manos y ojos.
Daowu vio inmediatamente que Yunyan no había comprendido lo fundamental. Esa respuesta era superficial y simplista. De este modo Daowu le corrigió diciendo: “Por todo el cuerpo”, queriendo decir que la totalidad del organismo físico y psíquico de un bodhisattva es manos y ojos.
Cuando oí los gritos de Dolma, cuando miré a Pema, cuando miré a los ojos al militar argelino, no pensé, para ser una buena bodhisattva debería ser empática. En cambio me vi inundada inmediatamente y por completo por la experiencia de cada una de esas personas.
La empatía no estaba programada. Sin embargo en el caso de Dolma tuve que regular conscientemente mi experiencia para que no me abrumara la angustia empática y cuando lo hice se creó el espacio necesario para que brotara la compasión. Por eso la empatía es un estado límite.
Su valor en nuestra vida es inconmensurable, pero lo que sí podría requerir cierta mesura en cambio es la altura y la profundidad de nuestra respuesta empática para que no acabe en angustia.
Fuente:
Halifax, Joan. (2020). Al borde del abismo. Editorial Kairós. Capellades. Pág. 93-107