La empatía siempre habita
en un equilibrio precario
entre el regalo y la invasión.
Leslie Jameson.
Joan Halifax nos cuenta la siguiente experiencia:
Hace años estaba sirviendo en un pequeño centro de salud en Simikot, en Nepal, durante uno de los proyectos médicos de Upaya. Una madrugada, un hombre exhausto, vestido con ropas andrajosas, entró en este hospital rural del Himalaya, llevando en sus brazos un bulto hediondo y mugriento.
El médico jefe del equipo se acercó al hombre, que sin pronunciar palabra empezó a desenvolver el nudo de trapos rancios, mostrando a una niñita que había sufrido quemaduras graves en la cabeza, los brazos, la espalda y el pecho. Se llamaba Dolma.
Al examinar a Dolma, vimos que tenía varias quemaduras plagadas de gusanos blancos que se retorcían, mientras otras estaban en carne viva, rojas y muy infectadas.
Su padre no pronunciaba palabra, pero sus ojos transmitían una tristeza insoportable y una resignación total. Nuestro equipo médico intercultural, formado por nepalíes y occidentales, se movilizó inmediatamente y llevaron a la niña a una pequeña sala de madera, donde las enfermeras locales empezaron a limpiarle las heridas.
Me colé en la sala tras el equipo, dispuesta a ayudarles mientras realizaban este trabajo tan duro. No teníamos anestesia pediátrica y los agudos gritos de Dolma llegaron a todos los rincones de la clínica. La limpieza pareció durar eternamente, mientras yo me mantenía al borde del apretado círculo de enfermeros y médicos nepalíes y occidentales que estaban gestionando esta situación crítica.
Desde el principio, observaba no solo a las y los profesionales y a la niña, también observaba mi propio estado mental y físico.
En los años 70 había trabajado como asesora en la unidad de quemados de la Facultad de Medicina Leonard M. Miller de la Universidad de Miami, y era muy consciente de lo doloroso que es el desbridamiento. Este proceso implica extirpar el tejido infectado o muerto de la herida, y nuestros profesionales estaban realizando un trabajo masivo y virtuoso con esta niña.
Mi corazón estaba con Dolma, que lloró durante todo el tratamiento; sus lágrimas se reflejaban en los ojos angustiados de su padre. Mientras permanecía ahí de pie intentando mantenerme firme, mi ritmo cardíaco se aceleró, mi piel se tornó húmeda y fría, y mi respiración se hizo rápida y superficial. Estaba bastante segura de que me iba a desmayar y pensé en salir de la habitación, pero también sentí que era mi responsabilidad sostener el espacio para aquellos hombres y mujeres que estaban realizando este tratamiento tan complicado.
Pocos segundos después, mi propio espacio interno se había cerrado en un puño apretado de angustia y el desmayo se convirtió en una posibilidad cada vez más inminente. Era como si Dolma se hubiera metido en mi piel y mi percepción de su dolor me superó.
De alguna manera, esta experiencia de angustia fue también una llamada de atención.
Vi que me encontraba en un borde peligroso, uno que no me resultaba nuevo. Me di cuenta de que para superar esa situación no debía evitar lo que estaba presenciando. No era cuestión de cerrarme, de abandonar la habitación ni de desmayarme por completo.
Pude reconocer que mi identificación con el dolor de la niña se me había ido de las manos y que si me iba a quedar en esa habitación tenía que pasar del exceso de resonancia afectiva al cuidado, de la empatía a la compasión.
Estaba experimentando angustia empática, una forma de sufrimiento vicario, el sufrimiento indirecto que surge al sentir el dolor y el sufrimiento ajenos. Cuando me di cuenta de ello, apliqué una versión más antigua de GRACE, un modelo que creé con el propósito de ayudarnos a salir de este tipo de angustia y entrar en la compasión.
Más adelante explicaremos detalladamente el proceso, pero aquí en pocas palabras. GRACE es el recurso mnemotécnico inglés de:
De pie en esa pequeña habitación abarrotada de la clínica de Simikot, utilicé este enfoque como método para modular mi reacción ante la angustia empática y abrirme a la compasión.
Al verme en ese momento tenso y frágil, realicé una inspiración consciente y desplacé mi atención a los pies a la mera sensación de la presión de mis pies sobre el suelo.
Me tomé unos segundos para enraizarme. Después recordé brevemente que yo estaba ahí para servir, como todos los demás que estaban trabajando con la niña.
Mantuve la atención en mi cuerpo y permanecí firmemente asentada en la tierra.
Cuando mi ritmo cardíaco cambió y empecé a tener más claridad mental, llevé de nuevo mi atención a Dolma y pude sentir la resiliencia que tenía esta pequeña. Todo esto ocurrió en cuestión de un minuto.
También comprendí que, aunque este tratamiento era una vivencia terriblemente dura para la pequeña Dolma y también para el personal sanitario, las y los médicos y enfermeros le estaban salvando la vida. En cuanto me vino ese pensamiento a la mente, me sentí inundada por una sensación de calidez y de profundo agradecimiento hacia el hecho de que su padre la hubiera traído a la clínica y de que nuestro equipo, junto con las compasivas enfermeras nepalíes, la salvara de la muerte. Traje la habitación entera a mi interior y envié amor y fortaleza a todos los que ahí estaban, sobre todo a Dolma.
Vi a Dolma y a su padre horas más tarde. Cuando se marchaban de la clínica, él con su hija en brazos. La cara de Dolma estaba radiante y relajada y sus ojos relucían luminosos, como los ojos de su padre. Daba la impresión de haberse quitado años de encima.
Sentí admiración por él. Había caminado una inmensa distancia para traernos a su hija.
Los abracé suavemente, me incliné despidiéndome y vi que su padre llevaba en las manos los medicamentos que ayudarían a la posteriosa sanación de su hija.
Por la tarde, regresé a la clínica y me senté con una abuela moribunda poniéndole la mano derecha en la frente mientras ella se esforzaba por respirar. Luego me senté junto a una mujer que padecía una obstrucción pulmonar crónica. A ella tampoco le quedaba mucho tiempo de vida. Y así fue ese día de trabajo en la clínica, con la vida y la muerte fluyendo de acá para allá por la orilla del momento.
Por fin cayó la noche, la clínica cerró y regresé a mi tienda en el jardín del albergue de visitantes. Me sentía como si fuera una pequeña barca que había bordeado aquellas vidas que de alguna forma nos habían sido enviadas para que aprendiéramos de ellas. En la oscuridad y el silencio del Himalaya me dormí.
La empatía, nuestra capacidad de incluir la experiencia del otro en la propia, es una capacidad humana fundamental, importante para el funcionamiento saludable de las amistades, las estructuras familiares, las sociedades y nuestra tierra.
La empatía puede poner de manifiesto lo mejor del corazón humano.
Si podemos estar con nuestra experiencia en la empatía, permaneciendo abiertos y erguidos, seremos capaces de mantenernos firmes sobre la tierra de la empatía. Aun así, el equilibrio en el borde es frágil y no es difícil que la empatía se inclina hacia la angustia.
Si nos fundimos demasiado intensamente con el estado mental, emocional o físico del prójimo, es fácil que nos despeñemos por el borde hacia el fango turbio de la angustia empática. Pero si reconocemos la empatía como un estado límite, nos será más sencillo percibir cuándo estamos cayendo en la angustia empática y corregir nuestro rumbo antes de caer demasiado abajo o quedarnos atrapados en el fango demasiado tiempo.
Podemos reflexionar a nivel individual y/o con nuestro equipo con las siguientes preguntas sobre esta experiencia que nos compartió Joan Halifax.
Fuente:
Halifax, Joan. (2020). Al borde del abismo. Editorial Kairós. Capellades. Pág. 87-91