“La teoría nos obliga a cuestionar si nuestra sociedad ofrece oportunidades suficientes y adecuadas para experimentar entornos seguros y relaciones de confianza.” Stephen W. Porges.
Durante muchos años, nuestra comprensión del sistema nervioso autónomo se centró en el sistema simpático y el parasimpático. La teoría polivagal, desarrollada por el psicólogo y neurocientífico Stephen Porges en los años noventa, amplió esta perspectiva. Con ella, introdujo conceptos cruciales para quienes queremos entender el trauma: el trabajo corporal, la conexión y la seguridad.
Se centra en el nervio vago, el décimo nervio craneal y el más largo del cuerpo. El nombre proviene del latín vagus, que significa “vagabundo”, debido a su extensa ramificación desde el cerebro hasta varios órganos clave, incluidos el corazón, los pulmones y el tracto digestivo, además de músculos de la cara, los ojos, los oídos y las cuerdas vocales. Según la teoría, el nervio vago divide el sistema parasimpático en dos ramas: la rama ventral vagal, que facilita la fluidez, la seguridad y la conexión, y la vagal dorsal, que es responsable de las respuestas de desconexión, paralización y sumisión.
Introducir la teoría polivagal nos otorga herramientas claras con las que acceder a estados autónomos deseados y con las que aumentar nuestra resiliencia, la capacidad de transitar entre estados de forma fluida y conectada, y cómo retornar a equilibrio después de un evento traumático o estresante.
Para explicar mejor la teoría, Stephen Porges, introdujo el concepto de la neurocepción, el proceso autónomo e inconsciente mediante el cual el cerebro y el cuerpo evalúan los entornos para identificar señales de seguridad o peligro, y que combina la información de:
Este proceso es una combinación de naturaleza y crianza.
En nuestra naturaleza están los instintos sociales, la detección de estímulos sorprendenes y las respuestas de lucha, huida, sumisión o congelación.
El sistema neuroceptivo también se moldea a través de los aprendizajes de nuestras experiencias personales sobre qué es seguro o inseguro, bueno o malo, o cómo se ofrece cuidado y cariño.
Por ejemplo, si alguien en quien confías te traiciona, podrías desarrollar desconfianza hacia personas amables, o si un perro te mordió en el pasado, podrías temer a los perros.
Podemos saber, lógicamente, que ni todas las personas amables traicionan, ni que todos los perros muerden, pero la neurocepción se pone en marcha sin dar siempre lugar a este entendimiento.
Las experiencias vividas crean una lente única desde la que percibimos el mundo y con ella reaccionamos. Nuestra cultura (familiar, comunitaria o nacional) también juega un papel crucial en la formación de sesgos inconscientes. Nuestras creencias sobre razas, edades, cuerpos o hábitos están moldeadas por los ideales del entorno en el que crecemos.
Con ellas, de forma inconsciente, evaluamos al mundo y a las personas, decidiendo de forma automática si son buenas o malas, fuertes o débiles, peligrosas o seguras. Ser consciente de esto nos ofrece una oportunidad para identificar, reconocer y cuestionar nuestras creencias y actitudes, y preguntarnos si reflejan nuestros valores y sentimientos. Desde ahí podemos reeducar nuestro sentido neuroceptivo.
Cada persona tiene su propia forma de cuidarse con actividades y estructuras que le ayudan a mantener el bienestar.
Este ejercicio te dará una visión completa de cómo te cuidas y qué ajustes puedes hacer para lograr un equilibrio saludable.
Con papel y lápiz puedes organizar tus pensamientos en torno a las siete áreas que te propongo.
Te doy ejemplos por si te ayudan a pensar.
Mental: leer, aprender algo nuevo, hacer crucigramas o meditar.
Emocional: hablar con amigos, amigas, hacer terapia, escribir un diario, practicar la gratitud.
Relacional: identificar relaciones que aportan alegría y apoyo, así como aquellas que agotan o crean ansiedad.
Físico: hacer ejercicio, comer sano, dormir bien, yoga.
Profesional: relaciones profesionales, horarios, tiempo para uno mismo.
Económico: llevar un presupuesto, ahorrar, invertir, evitar deudas.
Espiritual: meditar, practicar yoga, rezar, pasar tiempo en la naturaleza o involucrarte en actividades benéficas.
Según la teoría polivagal, nuestras respuestas se activan de forma jerárquica y secuencial:
La primera respuesta instintiva ante una situación es la socialización y la conexión. Esto es parte de nuestra evolución filogenética destinada a fomentar el apego y la cooperación mutua, fundamentales para la supervivencia y protección de nuestra especie.
Este instinto de conexión nos impulsa a compartir recursos, ofrecer apoyo emocional y físico y a afrontar desafíos colectivamente.
Los humanos nacemos indefensos y totalmente dependientes. Necesitamos de un cuidador que nos alimente, desplace y proteja. Desde que nacemos, haremos lo que sea por conectar: llorar, balbucear y sonreír.
Sabemos intuitivamente que nuestra supervivencia depende de la conexión. Por otro lado, nuestra capacidad de acercamiento, tanto a parejas como a hijos, es lo que ha permitido que nuestra especie se reproduzca y perdura. Este impulso natural de conectar, cuidar y apoyar se lleva a cabo gracias a la actividad de nuestro nervio vago central.
En situaciones desafiantes, este impulso de conexión nos lleva a intentar establecer contacto visual con el vecino desconocido o con la azafata en un avión con turbulencias, a acercarnos a nuestra pareja o amigos cuando se nos cruza un extraño en la calle o a ayudar a la persona que tropieza por la calle. Incluso nos puede llevar a intentar sonreír a aquella persona que nos ataca para intentar cambiar el guión que parece que se nos presenta.
El nervio vago ventral controla funciones relacionadas con la voz, la cara y el corazón.
Una persona con actividad del nervio vago ventral, es decir, en conexión con uno mismo y con su entorno, tiene una voz de tono suave y fluido, con modulaciones que reflejan emociones y matices más allá del contenido verbal explícito. Los músculos de la cara se relajan y suavizan: las mejillas y los labios permiten una sonrisa y con la frente que no se enfurruña, los ojos pueden abrirse más, mejorando así el contacto visual.
El corazón late de forma rítmica y se adapta a las necesidades del momento.
Todo esto no solo afecta a los que lo ejecutamos, sino también a quienes lo recibimos.
Al escuchar una voz prosódica (con un ritmo poético) y ver una cara relajada, percibimos neuroceptivamente la seguridad, autenticidad y conexión, y nos sentimos igual.
Como el nervio vago ventral es parasimpático, en este estado mejora nuestra digestión, nuestros movimientos y respiración se vuelven fluidos y coherentes y no tenemos tensiones innecesarias.
El nervio vago ventral juega un rol fundamental sobre la frecuencia cardíaca y su variabilidad, dos indicadores de nuestra salud física y de nuestra adaptabilidad al estrés.
La frecuencia cardíaca es el número de contracciones del corazón en un tiempo concreto.
La variabilidad de la frecuencia cardíaca es la capacidad de nuestro corazón de adaptar la velocidad de sus latidos a diferentes situaciones, como descanso, actividad física o respuesta al estrés, y sobre todo la eficacia en retornar a la calma después de una situación estresante. Cuando nos encontramos con estrés crónico o trauma, esta VFC se reduce, el sistema nervioso pierde su destreza de autorregularse y se mantiene en estados alertados de supervivencia.
Tenemos el potencial de activar y tonificar nuestro propio nervio vago ventral.
El ejercicio de autocuidado que he propuesto en este capítulo te ofrece respuestas para activar el tuyo. Reconocer las actividades, relaciones y decisiones que te ayudan a sentirte bien y conectado contigo mismo y con tu entorno es el alimento del nervio vago ventral.
Le encanta ver paisajes inspiradores, escuchar música melodiosa o hacer movimientos conscientes y fluidos.
Para el nervio vago ventral, el tacto y la sensación de protección son un regalo. El abrazo de un ser querido, un autoabrazo, taparse con una manta o con esa sábana ligera que usamos incluso en días calurosos porque inconscientemente nos aporta una sensación de seguridad y acogimiento.
Las áreas de la garganta y la glótis están conectadas con el nervio vago y son una vía para activarlo y tonificarlo. Reír, tragar, hacer gárgaras, chupar y cantar despiertan al nervio vago y hacen que el cuerpo segregue oxitocina. Esto explica por qué tragamos saliva después de un momento desafiante, por qué instintivamente cantamos en la ducha o por qué algunos buscamos consuelo en la comida.
La respiración consciente y profunda, especialmente cuando recorre y conecta con las áreas relacionadas con el nervio vago, es otra herramienta eficaz para la regulación.
El modo de seguridad del ventral vagal es esencial para el crecimiento, la sanación y el desarrollo. En confianza se activan las funciones para aprender, jugar o socializar de manera sostenible. Este conocimiento nos lleva a cuestionar cómo están diseñados los hospitales y las escuelas, qué atmósfera se crea ahí, cómo se decoran estos espacios, cómo nos hablan y qué sonidos escuchamos.
Son ambientes propicios para la sensación de seguridad y conexión que es tan necesaria para aprender o sanar. Cuando nuestro sentido neuroceptivo percibe que la conexión no asegura nuestra supervivencia, se pone en marcha la respuesta simpática que nos activa para luchar y huir una reacción que ya conocemos. En esta respuesta nuestro nervio vago ventral puede contribuir a nuestra resiliencia.
La tonalidad del nervio vago y su nivel de entrenamiento determinan nuestra capacidad para recuperarnos después de un evento estresante o un susto. En otras palabras, la eficacia del tono vagal ventral define nuestra resiliencia. Con el nervio vago activo, la fisiología del cuerpo se equilibra, procesamos la situación vivida y somos impulsados a buscar apoyo y conexión con las personas de nuestro entorno. Sin esta respuesta del vago ventral podemos quedar atrapados en un estado de hiperalerta, de lucha o huida como si el peligro no hubiera terminado.
Recordemos además que el sistema de lucha y huida es también el del juego, el baile y la excitación. Incluso algunas situaciones amenazantes solo requieren que estemos emocionalmente conectados y con capacidad de respuestas flexibles y adaptativas o necesitan de la colaboración entre aliados para superarlas. La activación interna del nervio vago permite estas posibilidades.
En el trauma, nos encontramos con dos problemas al pensar en la coactivación del sistema simpático y el nervio vagal ventral.
Nos cuesta identificar momentos de activación con positividad ya que nuestro sistema lo percibe como la respuesta de lucha o huida que está integrada y arraigada.
Es fundamental grabar en nuestra memoria mental y corporal la relación que puede existir entre estos dos sistemas para tenerlos accesibles en nuestro comportamiento diario.
Lo podemos aprender desde la niñez con una madre atenta y conectada que ofrece apoyo y compañía durante situaciones desafiantes o como adulto al recibir soporte y presencia de un terapeuta o facilitador en momentos de estrés emocional. Estas experiencias nos proporcionan un marco de referencia y la oportunidad de aprender a autoregularnos sin necesidad de luchar o evadirnos.
Cuando las opciones de conectar, luchar o huir no son viables porque la situación es demasiado peligrosa e ineludible, el sistema nervioso activa su último recurso de sobrevivencia y el más primitivo: la inmovilización.
Esta respuesta puesta en marcha por el nervio vago dorsal tiene dos variaciones:
La inmovilización tónica se observa con frecuencia en animales como lagartijas o conejos que se quedan estáticos ante una amenaza inminente esperando que su camuflaje los haga pasar desapercibidos.
En los humanos, el cuerpo queda rígido y congelado, los músculos se tensan y la respiración se vuelve superficial. Es como si hubiera un apagón, disociamos de nuestro entorno y de nosotros(as) mismos(as) y el tiempo parece esfumarse.
La sumisión colapsada implica una desconexión aún más profunda.
Es la estrategia de las zarigüeyas que se hacen las muertas, incluso defecan, expulsan espuma por la boca y liberan un olor fétido que refuerza su apariencia de muerto y ahuyenta así al depredador. En los humanos, aunque puede ocurrir incontinencia, el efecto usual es que los músculos pierden toda tonicidad, el ritmo cardíaco disminuye considerablemente y la respiración se vuelve casi imperceptible. En esta respuesta, que es una preparación para la posible muerte, el cuerpo y la mente se disocian e incluso puede llevar al desmayo para evitar aún más la conciencia del trauma.
Esta desconexión nos protege del dolor físico y emocional. Es más común en mujeres, especialmente en casos de violación o ataques físicos en las que la sensación de impotencia lleva a la resignación.
Ambas respuestas llevan a la sensación de culpa y vergüenza por la creencia de no haber hecho nada para defendernos, cuando en realidad estas respuestas puede que fuesen nuestra única defensa y forma de supervivencia.
Los animales han conservado el instinto de liberar tensión sacudiéndose o corriendo después de la inmovilización tónica o alargando la respiración y levantándose lentamente para reactivar sus cuerpos y sus sentidos, como después de un largo sueño tras el colapso. Esta habilidad instintiva para soltar o activar la energía podría ser una de las razones por las que los animales no suelen experimentar ningún trauma. Con esos movimientos, su organismo se reajusta, se desprenden de la respuesta y restablecen la continuidad temporal.
Nosotros(as), en cambio, mantenemos la respuesta retenida internamente, aunque el peligro ya haya pasado. Seguimos viviendo en cámara lenta y disociados. Tras la congelación, podemos tener músculos rígidos, movimientos limitados, miradas fijas y voces emocionalmente desconectadas.
Tras la sumisión, podemos estar letárgicos, aislados, desmotivados, sin tono muscular y con expresiones faciales apagadas. La fijación en este estado puede conducir a la indefensión aprendida. Las experiencias de falta de control nos llevan a creer que no podemos cambiar nuestras circunstancias, incluso cuando es posible.
El desafío terapéutico es salir del estado vagal dorsal, movilizar la energía estancada, dar voz al grito reprimido, restaurar la conciencia y reafirmar la capacidad de actuar y tomar decisiones.
El camino a recuperación debe ser el inverso a nuestra secuencia de respuestas. Pasar del estado vagal dorsal al simpático para recuperar el sentido de agencia y finalmente al ventral vagal para restablecer la conexión y la seguridad.
El yoga sensible al trauma es una herramienta útil. A través del movimiento y la respiración podemos dar voz a lo estancado y aprender a estar presentes con la relación. Podemos construir la seguridad en el entorno y en uno mismo y con las opciones podemos aprender que sí que tenemos el poder de reaccionar, de elegir por nosotros mismos.
Recuperar la fluidez y la percepción clara del paso del tiempo es fundamental.
María Macaya nos cuenta:
“Recuerdo cuando mi madre salió de una cirugía que pensaba que no iba a superar. Al visitarla en la cuidados intensivos, con ella todavía bajo los efectos de la anestesia, me preguntaba repetidamente, ¿Estoy muerta? Y yo le respondía señalando el reloj en la pared, ¡Mamá, estás viva! ¡Ves cómo pasan los segundos! Ella asentía con la cabeza.
Cada vez que se despertaba, instintivamente miraba el reloj para reconocer el ritmo del tiempo y asentía. Fluir con el paso del tiempo es fluir con la vida. Desde el movimiento consciente podemos progresar en esta percepción.”
Fuentes:
Macaya, María. (2024). Yoga sensible al trauma. Sanando desde el interior. Plataforma Editorial. Barcelona. Pág. 127-138